El calvario del monje Es un rosario largo.
Parece que las cuentas le devuelven alas
cada vez que acorta los minutos.
La túnica se prende entre la leña,
se enciende con los dedos, se incinera,
y el monje teje el rito.
El monje es muy humilde, dicen.
Lo han visto conversando
con campesinos pobres
(villeros de los burgos
que cosen en las fábricas
pedazos de escritura)
para ofrecerles su oficio de copista,
lo han visto consolando a putas belicosas
con fértiles caricias en las tetas,
como si en el milagro de consumir la túnica
pudieran ocultarse los secretos.
El monje ha renunciado a la insolencia,
a la castidad innoble de la aurora;
sus nalgas pudorosas han sido destrozadas
por lobos travestidos en sirvientas
que llevan en el lomo estampas de Francisco,
amansador de bestias en Umbría.
El monje se ha inmolado.
Hay gotas de inocencia pegadas a su nombre,
señales de bondad aniquilada,
intentos de estallar en prédicas eternas,
en llantos incesantes,
temblores por aquellos que han caído
en la hermandad de las palabras
(son los retratos de su entrega,
de su vagar tranquilo en el convento
donde el mundo lo abrazaba.)
Se sospecha que en las entrañas del monje
opera una cigarra que envía desde Lesbos las ofrendas,
telares complicados cubiertos de doncellas
que se acurrucan rezando en la memoria del muerto.
Se sospecha que el monje era un poeta
pero nadie se atreve a comprobarlo,
aunque se sabe de su entrega
en los altares humildes del vacío
(el dolor que lo consume enciende un fuego fatuo como imitando a Moscú o
a Palestina. Cada vez que se mira una estrella se presiente el amor del
que ha empuñado una tristeza contra sí mismo.)