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Anticristo - Poemas de Susana Haug Morales

Anticristo

Como amparado en la ferocidad de un tragaluz
yo te recorro a destiempo,
insoslayables ambos porque los cuerpos sí existen
—las eternidades son segundos dilatados
con tu calor único, que las hojas ignoran y trocean,
hilachas de tu carne descomunal, magra,
feraz hasta el tuétano calidoscópico
de alguna sustancia fósil—
y son más que líneas entrecortadas al barniz de la vela.


En cualquier historia,
discursión, retórica, nigromancia, cábala, pontificado,
hay siempre una vela que desafíe
la vacía hambruna de una porción de infinito: yazga aquí
en el sumidero ventricular de los cuerpos, benedicite.


Quien quiera alumbrarnos será bienvenido.
NO QUEREMOS MAGOS. Tampoco la panacea


  que embote
cada una de mis sensaciones, las vulgarice.
Ya no habrá mal eterno, ni serás un salvador a sorbos cortos,
penetrando su aroma, su amargura.
Se acoge también un poco de dolor, casi agradecidamente.
Las palabras me profanan a su gusto,
desátanme tiránicas para un breve respiro:
exorcísame o poséeme por los siglos de los siglos
que tú, infame Santísimo, bendita o antes maldecida,


sin queja acaso, me has entregado.
Nosotros cuajamos el tiempo, la luz,

  los infra-ultramundos,
lo inmaterial
con un simple beso a todo lo visible.
Caridad del ciego profesante de ciertos enigmas
sólo lógicos en una partida de dados.
Jugar a las cartas, ases en tránsito, las Suertes.
El azar
El prófugo
La obscena beatitud
Las bestias piafantes escapadas del paraíso.
Pero no un beso de reptil petrificado
a causa de la inverosimilitud, el escepticismo,
el miedo a adivinarse.
La bola de cristal cuarteada cae ante tus pies de vestal.
Recoges muñones, un ápice
para que el leproso contemple espejismos,
se extasíe la vida entera, te bendiga.
Porque Tú intercediste por él, echaste en tu piel
la nata legañosa de su enfermedad
—malditos caminamos hacia la cañada.
Yo sé que ese beso los redimirá a ambos, a Pandora,
y a los vástagos culpables-ignorados-estúpidos-fascinerosos
de las calles.
Sosiega mis quebrantos, mis espumarajos de bilis corrompida
que sólo mi madre y las moscas se atreven a sorber.
Acompaña estos retardados estadíos de la conciencia,
conjunción de todos los cataclismos, letargos improvistos
y frenéticas dentelladas —acaso sea la rabia—
con algo más que gárgolas agujereando sus penas

  en mis pies,
como perros.


Acoso de las gárgolas: ellas tañen vengativas las campanas.
Me oculto dentro, en la cloaca de los caños
por los que a veces metí el dedo, o empiné una lágrima.
¡Pobres creyentes que han comprado ya sus cuartos

  en el reino!
Así pago Yo tu fe
y no avivo el pabilo de los cirios ni coloco ofrendas
en los sempiternos nichos ocupados.
Ellos también desafían los anales, el parsimonioso afán
de las ampolletas en su recambio de fluidos
que verterán —oigo los clarines— a mi garganta.
Así habré roto el tiempo,
hipnotizado quizás a la sacerdotisa del reloj.

Ahora, despojado de aquellos Ilustrísimos demonios,
me apresto a hincar la frente y al fin santificarme:
—Perdóname, Padre, porque he pecado
—Bienaventurados los herejes y los destronados;
temed los unos a los otros, y confiad en la oveja negra
que os salvará si Dios ha caído en el Sueño.


Ya nada tiene lógica,
motivo,
fin.
He mentido sobre ti.
Regreso, pues, y declaro
—ante los areopagitas inquisidores de las sagradas


  cavernas—
que no he descifrado una palabra.
Ebrio, desnudo, corrompido yazgo.
Me amilana luego la confesión:

Escribimos por gusto. Después la vida será callar.



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