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Alhambra - Poemas de OLIVERIO GIRONDO

Alhambra

Los surtidores pulverizan 
una lasitud 
que apenas nos deja meditar 
con los poros, el cerebelo y la nariz. 
 

¡Estanques de absintio 
en los que se remojan 
los encajes de piedra de los arcos! 
 
¡Alcobas en las que adquiere la luz 
la dulzura y la voluptuosidad 
que adquiere la luz 
en una boca entreabierta de mujer! 
 
Con una locuacidad de Celestina, 
los guías 
conducen a las mujeres al harén, 
para que se ruboricen escuchando 
lo que las  fuentes les cuentan al pasar, 
y para que, asomadas al Albaicín, 
se enfermen de “saudades” 
al oír la muzárabe canción, 
que todavía la ciudad 
sigue tocando con sordina. 
 
Cuellos y ademanes de mamboretá, 
las inglesas componen sus paletas 
con  el gris de sus pupilas londinenses 
y la desesperación encarnada de ser vírgenes, 
y como si se miraran el espejo, 
reproducen, 
con exaltaciones de tarjeta postal, 
las estancias llenas de una nostalgia de cojines 
y de sombras violáceas, como ojeras. 
 
En el mirador de Lindaraja, 
los visitantes se estremecen al comprobar 
que las columnas 
tienen la blancura y el grosor 
de los brazos de la favorita, 
y en el departamento de los baños 
se suenan la nariz con el intento de catar 
ese olor a carne de odalisca, 
carne que tiene una consistencia y un sabor 
de pastilla de goma. 
 
¡Persianas patinadas 
por todos los ojos 
que han mirado al través! 
 
¡Paredes que bajo sus camisa de puntilla 
tienen treinta siete grados a la sombra! 
 
Decididamente 
cada vez que salimos 
del Alhambra 
es como si volviéramos 
de una cita de amor.



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