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Líneas de ceniza - Poemas de Nelson Simón González

Líneas de ceniza

Siento que mi vida es una caja de cerillas
que se agota. Las palabras no logran convencerme.
Mi carne es quebradiza paja,
restos de lo que un día fue magnífica cosecha,
envidia y deseo para los aldeanos, campo de dicha
para los forasteros que pudieron tocarla.


Cual mármol fugitivo la juventud escapa.
Todo ha ocurrido con tanta prisa,
el final se ha acercado tan solapadamente
—arrastrándose como un perro—
que ni siquiera pude presentirlo.
Ni siquiera advertir, tener la suficiente lucidez
para saber que cada instante consumido
era irrepetible; que en cada braceada
el agua más viscosa. La luz que ayer amaba,
es la que hoy me mata. Los labios,
que fieles y jugosos se abrieron para mí
dejándome libar de sus corolas, no volverán
a hacerlo ni tendrán el aroma
y el enigmático color que lograba embriagarme

cuando mustios descansen en el vaso sin agua
del olvido.


¿Quién podría saberlo
si eran los días en que mi cuerpo brillaba
y era codiciado como el oro? Todo era vicio,
vanalidad, inútil rastrear tras la felicidad y la perfección:
delfines insinuándose, titilando en la lejana superficie.
Jamás presté atención a recias palabras

o al consejo dictado con sombría erudición
de aquel que me dijera: «Detrás del retintín
de los cristales, del goce de la carne
y su hermosura efímera, está el vacío, la soledad,
el miedo y los deslizaderos de la nada...».
Yo me dejaba llevar por las bestias de la menta
y el paso arrollador de la zarabanda
y a mi espalda quedaban las cosas más pequeñas
tiradas con desdén, pálidos desperdicios
abandonados en los vertederos que crecían a mi vera,
y que ahora —de repente— se vuelven necesarios,
como si entre la podredumbre, relumbrara,
con extraño fulgor, la vida que sé irrecuperable.

Miro hacia atrás y sólo encuentro sombras,
negras siluetas que lentas se desplazan
sobre la luz vinosa del ocaso.

Donde antes hubo juventud y esplendor,
se levanta una ruina, un arrepentimiento
que avanza como un monje y una tristeza
que como un gusanillo come de mi interior.
Cansancio y desengaño crecen
donde cegaban, cual falsos diamantes,
el ímpetu y la esperanza.
Hasta el amor es ya un campo estéril
saqueado por los buitres.
(No hay nada que te pueda salvar
cuando entran en ti —triunfantes— los sombríos
ejércitos de la nada. Cuando abres la ventana
y el silencio es el único pájaro que llega.)
Sin embargo, aún puedo ver cómo ardían
imprudentes los días lanzados con descuido
a un fuego voraz que parecía no saciarse.
Oler en algún remoto lugar de mi cuerpo,
los restos de una primavera
que parecía no tener límites.

Extiendo los brazos y creo tocar las noches
en que cegado por la fiebre y la belleza
me entregaba —sin sentido— a la fácil caricia
de los muchachos más espléndidos. Muertes.
Imperceptibles muertes que entre mis cejas
trazaron sus arrugas. Cotidianas
e inevitables muertes que en su misterio y fiebre
me acercaron a la muerte definitiva.
He sido mi más fiel enemigo. Mi único traidor.
Me he vendido y todavía sigo esperando recompensa.
A nadie he de culpar por tanta ligereza
y tanto golpe oscuro. Ni siquiera al tiempo,
—inconmovible y acre—
astuto mercader que me enseñó a decir:
«mañana ya veremos, hay más tiempo que vida...»,
sin advertirme la brevedad que ocultaba
detrás de sus palabras. Ni siquiera al destino,
que se mostró invencible
—ni blasón ni coraza servirían—
puedo nombrar culpable.
De cada cerilla que encendí y gasté con levedad,
sólo quedan pequeños cabos negros
amontonados a mis pies, líneas de cenizas

que nada dirán de la pasión
con que fueron consumidas:

El fuego que me ha devorado
es el mismo que hoy sigue fascinándome.



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