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El jardinero (hacedor de lluvia) - Poemas de Eric Schierloh

El jardinero (hacedor de lluvia)

Los pasos lentos son los pasos de un hombre viudo
a punto de jubilarse y sin hijos; las suelas negras de unos zapatos
nuevos
color caqui, lustrados esa misma mañana, repelen el polvo; el cuerpo
sudado
y arqueado por las seis horas de trabajo en la oficina
con media hora para el almuerzo pago por la empresa.
Los árboles ahogados en la vereda; los mismos árboles
que el hombre está acostumbrado a ver todas las mañanas
desde hace cuarenta y siete años y seis meses, exactos.
En su casa, aguardan las tijeras y una cubetera llena.
Revisa el buzón, abre el portón de alambre
y camina el pequeño sendero escalonado hasta la casa.
Una vez adentro y desnudo, lee algunas páginas de un libro
metido en la bañera con el agua hasta el cuello mirándose
los dedos de los pies mientras fuma un cigarrillo negro.
Se prepara un ron con Coca y se viste de jardinero
como todas las tardes: jeans gastados color gris,
camisa blanca sin mangas, tiradores negros,
botas, un sombrero de paja y un pañuelo sucio escocés
en uno de los bolsillos traseros del jean.
El cuerpo nuevamente encorvado sobre la tierra seca
de dos semanas de sequía en el fondo de su casa
en una ciudad gris y vaporosa sin atractivos turísticos ni cementerio.
Levanta la vista y ve, en el horizonte, por donde se esconderá el sol,
una hilera perfecta, como una ruina griega, de chimeneas industriales;
después levanta la vista un poco más y se pregunta
cuándo mierda irá a llover de una vez por todas.
Las verduras casi muertas, plásticas; los tubérculos subterráneos
paralizados; las flores cortadas desde hace un tiempo
secándose boca abajo en un alero de la casa junto a la casa de madera
de un perro muerto hace unos años de muerte natural
y enterrado con pomposidad bajo la huerta, donde el espantapájaros.
Viendo la canilla gotear al otro lado, viendo la serpiente verde y negra

de goma enroscada maniáticamente, el hombre se detiene
y mira el cielo y ve el cielo azul marino de las cinco de la tarde;
se arranca el sombrero y comienza a danzar alrededor del espantapájaros
y a cantar cacofónicamente sonidos inarticulados pero placenteros
por espacio de una hora bailoteando y haciendo ademanes
con su viejo sombrero como suelen cantar los nativos en las películas;
siente el cuerpo invadido; después se detiene para limpiar el sudor,
y mira el sol caer y se mete en la casa, revolviendo en cajones
hasta encontrar una sopa instantánea de espárragos con trozos de pollo
que se cocinará mágicamente en diez minutos a fuego lento.
A la mañana siguiente mira desde la ventana de su habitación
y ve una docena de cuervos jugueteando en los despojos de su huerta
pelada por el sol de las dos primeras semanas de la sequía
más larga de toda la historia. Después se viste, lustra los zapatos
busca en el buzón cualquier cosa que de todos modos no está allí y sale.



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