A la hora dÉcima Murió de pared y musgo, de cal
y de luces apagadas como en una calle.
Tenía un amor
-amor que deambulaba-
y de noche, todavía, junto a la puerta
latía un corazón igual que los caballos
madrugadores sobre el asfalto.
Sus ojos perdían el rumbo y volvían
cansados al redil.
Murió de laja, de granito,
porque los cielos pesan y van dejando
las cosas lentas y más tercas
en la idea que tenemos contra el tiempo.
Pero a las piedras no les entra la luz.
Las piedras no caen por su alma.
Murió de amor a los ladrillos
-con ese amor que deambulaba-
y porque no sabía qué hacer
cada noche de verano,
sentado en un patio,
con la luz de la luna tirada ahí
en el piso.