Marina Un guardacaballo gigantesco se posa sobre el techo de mi casa.
Sombra contra la luz y los cangrejos calientes del cantil.
La frontera.
Más allá sólo existen la China y el Japón (suelo decir) aunque en
verdad primero están los montes de coral. Y antes todavía
una recua de islas verdinegras tan viejas y anodinas como esta
misma orilla. Finisterre.
Las lizas argentadas y las lornas remontan las corrientes del
desagüe. Y los pubis son agrios bajo el peso de las moscas
zumbonas.
Banda del mar Pacífico que ninguno codicia. Una casa rosada, sus
florones de yeso y un reloj.
Aquí estoy. En el límite exacto de la tierra. Las ratas del cantil
y estas acacias abiertas por la sal.
Los cirros y los cúmulos rellenos vienen de Pacasmayo y se
detienen en el aire del sur.
Vuela el guardacaballo sobre las olas. Se disuelve el paisaje y los
navíos evitan esta costa imaginaria.
Nada resta. Ni siquiera la tristeza de habitar en una piedra pómez
infinita, pastada por ovejas moribundas bajo el último sol.