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El monje y la poesía - Poemas de ROGELIO SAUNDERS

El monje y la poesía

No he ido a los montes (o al monte) todavía,
ni a buscar la ciudad aquella con mi nombre,
ni a las muchachas de saya parda
y rostro pluvioso
que olvidaron el lápiz en lo profundo del pelo,
camino de Santiago y de sus piedras centrales,
la boca franca partida por el viento.


Yo sé que hay un poeta en la ciudad aquella
y que los solos senderos son líneas de su cara,
como la roca negra, cortada por el filo
azul y blanco y triste de la ola,
es testimonio total de su agonía.


Yo he visto todo eso en la cima de la noche,
envuelto en negro paño, bajo el griterío
que cierra las ventanas sobre los claros ojos.
Discuten en el viento los poetas.
Calla, gimiendo, el país larguísimo,
caliente y húmedo como un brazo en la frente.
Ciudad, país, poetas, nombres.
Fantasmas del mar en noche esdrujulada.
Al fin habrá un aplacamiento del follaje,

un gato verde bajo el sol en la calle.
Centella, figuración de la nostalgia.


Yo sé que hay un cansancio más profundo que el cobre,
una lucha inconclusa que no mata,
un amor que consuela y desfigura.
He oído al terror silbando en la escalera.
El luego detenido en la zamarra oscura
del borracho caído a los batientes,
como desborda al mar la arena silenciosa,
como se abandona el banco de una iglesia.


La catedral alzada va muriendo en mis ojos.
Su pobre arco, que es cornisa, no cielo,
empieza a descansar del torbellino de piedra.
La muerte es más indiferente que el cansancio.
La losa tiene razones que el corazón desconoce.
Se ha dicho que hay un jardín donde conversan los justos.
Yo sé que hay un cementerio donde cantan los poetas.


Rumor del bardo (o de los bardos),
múltiple y uno en la era sensitiva.
Carrera interminable del torso por la playa.
Júbilo mortal del beso con la lluvia.
El salitre va borrando la ciudad aquella.
Ya sólo quedan, flotando, testimonios;
el cabello lavado por la lava,
la sonrisa fijada por el viento.

En otra parte el sueño hará una casa,
otro dominio, una catedral nueva.
Yo prefiero pensar lo que no existe.
Perseguir, volando, la centella.
Oír el término entontecido del bardo,
el hastío de tanta cosa vana.


Yo prefiero caminar entre las tumbas,
porque el mundo se ha vuelto demasiado serio.
Hay una risa allí que baila en el oído
como la campanilla inagotable del monje.
Son los dioses que anuncian el fin de la poesía.
El erial me llama con los ojos de Lourdes,
estrellas de obsidiana en el paisaje mudo
y ardiente de los abedules muertos.
Cada poeta está encerrado en una tumba,
cubriéndose del sol con la corteza.
Cada poeta es un abedul muerto.
Y hasta el pájaro que canta en ese bosque
una sílaba sola, eterna, indiferente,
tiene la herida del sol en la garganta.


La ciudad ha muerto.
Han muerto los poetas.
Se ha levantado al sol la tumba de la poesía.
El monje va barriendo las hojas del sendero,
alisando la piedra para leer los signos.
Tiene los ojos transparentes de Lourdes
y el contagio volador de la centella.


No pregunten por el monje ido.
Un gato verde entre los abedules muertos.
En el vacío universo una sonrisa
ondulando, una palmada breve
sonando como una campanilla en el oído.
Lo invisible llamando a lo invisible.



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