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Poema mientras bajo la calle principal y pienso en aquello que me falta - Poemas de Nelson Simón González

Poema mientras bajo la calle principal y pienso en aquello que me falta

  a Nery Carrillo

Si alguien me preguntara qué le falta a mi ciudad, ni siquiera
tendría que pensarlo. No tendría que subir y bajar la calle
mirando, con la fijeza de un catador de vinos, hacia un alero,
en el que el musgo crece desordenadamente en un intento
inútil de apoderarse de la luz; una puerta de cedro o de caoba,
una gran puerta del siglo XVII seria y silenciosa como los familiares
de un difunto; un amplio portal, cómplice y
sombrío,lleno de esos fantasmas que el polvo y la cal van
delineando en las fachadas, carceleras de otros fantasmas más
humanos, un corredor en calma donde sin dudas se escuchará
la voz de dos amantes rodeados de gorriones bajo el frescor y
la nostalgia que traen las mañanas hasta el paisaje ya sin color
de un patio de provincia.
Yo no tendría que andar entretenido, con ese aire de falsa
ingenuidad que llevan los turistas de una a otra plaza. Ni siquiera
posaría mis ojos, canarios de cristal, en el barroco bosque
de figuras, que el tiempo, con precisión de orfebre, ha
dibujado en una reja. No abriría mi boca ante el asombro de
un detalle, apenas perceptible para un vagabundo. No me deslumbraría
para decir amaneradamente: «qué delicado aroma
se desprende de ese resetón art-noveau, suave como lleno
de esos fantasmas que el polvo y la cal van delineando en las
fachadas, carceleras de otros fantasmas más humanos, un
corredor en calma donde sin dudas se escuchará la voz de
dos amantes rodeados de gorriones bajo el frescor y la
nostalgia que traen las mañanas hasta el paisaje ya sin color
de un patio de provincia.
Yo no tendría que andar entretenido, con ese aire de falsa
ingenuidad que llevan los turistas de una a otra plaza. Ni siquiera
posaría mis ojos, canarios de cristal, en el barroco bosque
de figuras, que el tiempo, con precisión de orfebre, ha
dibujado en una reja. No abriría mi boca ante el asombro de
un detalle, apenas perceptible para un vagabundo. No me deslumbraría
para decir amaneradamente: «qué delicado aroma
se desprende de ese resetón art-noveau, suave como los lotos
que flotan en el Nilo...», o, «esa columna jónica tiene la perfección
del pecho de mi amante...», o, «en ese balcón
neoclásico relucen las huellas de oro, las delicias del ciervo
que comía su mitad de luna encima de mi sexo...».
Todo rebuscamiento sería innecesario pues mi ciudad siempre
ha sido exacta y triste como una puesta de sol cuando
uno se encuentra lejos de su casa. La ciudad ha tenido siempre
sus miserias. Sus rincones oscuros. Sus bosquecillos de
carencias y mezquindades ardiendo en los segundos pisos.
Sus lluvias que la diferencian de Estocolmo con nieve colgando
de los puentes, Estambul y sus pájaros rojos sobre los
minaretes, Luxemburgo o Londres o París tan sobrios en la
niebla solamente atravesada por el paso inevitable de las horas.
Yo no tendría que mirar a un lado y otro lado, ni sentarme en
el quicio de una acera buscando un nuevo signo, un gesto
que transparente el alma de los transeúntes que recorren mi
ciudad a las cinco de la tarde. Nada buscaría dentro de sus
ojos cansados de esperar. Nada dentro de sus pechos llenos
de toros dormidos. Nada dentro de sus bocas en las que crece
la misma y siniestra canción.
Si alguien me preguntara qué le falta a mi ciudad, diría sin
pensarlo que es la alegría de un parque o una pequeña plaza
donde paseen tranquilas las palomas.
Una muchacha con una blusa azul que les dé de comer en el
hueco de su menuda mano.
Y un banco de madera. Un simple banco donde me sentaría para
intentar atrapar en un dibujo, la plaza, las palomas, la muchacha
y la paz de su mirada: todo lo que para mí pudiera ser la libertad.



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