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El peso de la isla - Poemas de Nelson Simón González

El peso de la isla

Y ahora que soporto el peso de la isla,
que cargo con mi país
como quien carga una pesada cruz


o el más necesario de los equipajes,
no sé hacia dónde voy,
no sé lo que me aguarda si logro amanecer
y tocar otro día, otro peligro de humo en la garganta
haciéndome toser para intentar ser puro
en la espesura de un café demasiado mezclado
que puede no esperarme,
en un amor de bestia que se escapa
al verse acorralada,
de animal manchado
que inevitablemente se remonta
hacia su propia trampa.
La vida no es un sueño.
Es más la pesadilla de ir
haciendo los días poco a poco,
de irlos amontonando, lanzándolos
como inútiles piedras
hacia el fondo abismal de un viejo pozo


al que tenemos miedo de mirar,
miedo de ir a asomarnos y no encontrar
lo que esperamos,
lo que quisimos ser y no pudimos
porque la vida no es un sueño,
es más la pesadilla que nos van regalando,
es una casa mínima, impersonal,
una casa sin flores ni árboles frondosos
que protejan,
un número en el lugar del rostro
para ocultar la huella de los pájaros,
la sombra que sus patas dejaron
marcadas en mis ojos
dulces y venenosos como almendras.
Mis ojos de muchacha que intenta pestañear
y ser la eternidad,
verse entre blancos vuelos de domingo
caminando por una ciudad de casas nobles,
de aceras desprovistas de ese aire de muerte
que anda por mis aceras.


A nadie, más que a nosotros mismos,
debemos estos gestos tan débiles,
la gracia de la voz y el abanico,

el toque de la luna sobre el pubis,
estos cuellos de cisnes
tan frágiles y hermosos.
A nadie debemos el terror de esa vida
sobre una cuerda floja,
ni el traspiés,
ni la familia dispersa
que sólo fue feliz en un retrato,
ni las cabezas rodando ensangrentadas
como rueda la res
en la innombrable claridad de los mataderos.
A nadie, más que a nosotros mismos,
esta nerviosa risa de bufones,
esta inmensa ceguera, este hueco del pan
encima de las mesas,
esta necesidad de ser como no somos.


Y ahora que llevo mi país
como quien lleva una corona de espinas
hiriéndome la frente,
es mi país el sitio más querido,
también el más odiado,
es el ruedo de muerte, es la desesperanza,
otro golpe de mar, su inminente presencia

en el dolido pecho
de aquellos que como pájaros tropicales
se alejan de sus costas
en busca de otras costas más íntimas,
en busca de otra luz más verdadera
que esta pesada luz
que ahora tiene mi isla.


¿Acaso es mi país un puñado de tierra desolada,
una tristeza de ojos pequeñitos,
silenciosa como la de los rinocerontes
que nos miran
desde su lástima de húmedo animal,
desde su libertad
de bestia de feria acorralada?


Y ahora que guardo mi país,
sus dudas, sus mentiras tremendas,
sus cielos desplomados,
el ácido y podrido olor de ese misterio
que brota de sus casas;
mis amigos perdidos, convertidos en sombras
lejos ya de la complicidad de mis hogueras;
¿quién recoge mis pasos, la vida que he perdido,

la vida que quemé con la inseguridad
y la nostalgia
de quien quema las secas hojas de un herbario?



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