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Verde rojo esmeralda? - Poemas de Mario Sampaolesi

Verde rojo esmeralda?

Los hombres como yo deberíamos morir asfixiados por un gas alucinante
cargados con las cadenas de las torturas hasta parecernos a nuestras sombras;
negros e informes animales ahogados por el trépano de todos los pecados
cambiando nuestras pieles por la fiebre de un oro violado de luz.

Una y otra vez he de volver al castigo emocional de estar solo;
en el movimiento circulatorio de la sangre las imágenes del pasado me intoxican,
lo sé,
las veo veía correr a través de mi piel
acribilladas por el metal idólatra de lo que desconozco.

El miedo me crea con la forma de muñeco,
con la forma de cerdo bajo el hechizo de Circe,
me llama llamaba como una señal luminosa en la noche,
tan lleno de mar que es otra aventura la aventura de soñarme.

Al fondo del precipicio las llamas queman un bosque como un corazón abandonado.
El sombrío resplandor de tu voz aplacaba la ternura de la distancia,
porque no siempre se recupera la mirada hacia el horizonte.
Una fiebre el vacío de estar muerto y existir al mismo tiempo:
la vida pasa pasaba al trasluz de la caída de las hojas de los árboles en el otoño,
y el dolor era o es una piedra disolviéndose en el estómago
y tus ojos ya no son y no eran aquella señal sobre el paisaje desolado.

Al fondo del precipicio las llamas queman un bosque como un corazón abandonado.

Te amaba en un paisaje romántico adentro de una tarjeta postal,
en una ciudad sin nombre,
adentro de mi pasado.

Y no puedo cambiar mi historia destruida por campanadas.
Añicos de esos vidrios son el sonido ensordecedor de lo que padezco:
las banderas flameando sobre los edificios me hacen percibir el viento;
es una necesidad alcohólica que calma,

el sufrimiento se encierra en su caparazón de tortuga

y la muerte es esa gran benevolencia,
la tranquilidad de flotar en el centro de un lago de aguas tranquilas,
mirando el cielo,
contando estrellas,
imaginando el frío en la piel sin sentirlo
porque uno sabe que está muerto,
                                              muerto,
                                                        muerto.

Pero el miedo perturba la claridad como un niño que agita con la mano la superficie del lago.


Sueño una vida que no comprendo,
una vida hecha de pequeños trozos de vidrio y madera que he ido recolectando
de pequeño,
guardándolo todo en la gran bolsa de mi infancia llena de barcos a lo lejos,
de árboles bajo la lluvia en las noches de tormenta,
de amaneceres después de la lluvia
cuando los pájaros y los animales salen de sus refugios del bosque
y comen o comían sobre la tierra húmeda mis pesadillas
mis alimentos envenenados.


El sentimiento de compasión por el hombre me iguala a los otros:
es una conciencia que atrae encuentra y abandona;
es la sensación de ordenarse con las mareas,
con el oleaje,
de levantarse y hundirse absurdo como todo.

Que este sueño hecho de materiales impalpables,
invisibles,
                  —los deseos los pensamientos—
flote y se disperse,
se aleje soplado,
impulsado por las emociones que desencadena:
el flash del pasado, el ruido de una lluvia,
el sombrío canto del martín pescador,
el rumor marrón del río,
el deslizamiento secreto de las nubes.




El flash del pasado, el ruido de una lluvia,
el sombrío canto del martín pescador,
el rumor marrón del río,
el deslizamiento secreto de las nubes,
son imágenes que aparecen, que desaparecen:

de cara a un muro observo cómo el viento de los acontecimientos continúa soplando,
el bosque alrededor acerca su goteo silencioso,
su levísimo tacto susurrado que respira,
el paisaje del alma que pasa,
—recuerdos deseos pensamientos—
y la vida que deja de ser sueño.

Muerte, resurrección?


Todo se vuelve milagro.



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