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Moradas - Poemas de Katia Gutiérrez Miró

Moradas

Estos hierros, esta piel,
esta cárcel que padezco
y de algún modo merezco
me hace redundar en hiel,
en la blasfemia, en lo infiel
sobre la tierra heredada,
padezco:
ésta es la morada:
veo la marca inobjetable
de mi rastro, el insalvable
tiempo que me sigue:
nada.


La ruta es también el filo,
lo siento por el bregar
inconcluso, y el rogar
es inútil, pues el hilo
que me conduce está en vilo,
es deuda y lección que aprendo,


o que intuyo, o voy teniendo,

o que traslado, en vital
sentencia como espiral
sobre mi cuerpo ascendiendo.
Porque a mí mismo levanto;
ello es lo que ratifica
su señal, y mortifica,
y hace mi piedad quebranto
y vuelve blasfemia el canto
que pueda entonar a veces:
cuando soy más que las heces,
cuando no importan pobreza
ni el deber ni la maleza,
y sólo soy queja y preces.


Ante la reja insalvable,
sin excusa ni razón,
queda mi fe sin pasión,
casi sin vida, improbable
porque no hay marca que hable
en el Todo, en otro ser


  que va en mí:
no soy poder,
no soy Dios ni irreverencia;

soy,
cada vez más,
conciencia;
me alejo del suelo a ver
cómo, siendo lo que soy,
también me convierto en hombre
que puede arriesgar su nombre
y volverse lo que doy:
apenas un rastro:
hoy
que es un día o son mil años,
que es eterno o son los paños
con que cubro mi existencia
sin tener —¿será inocencia?—
la cuantía de estos daños.


Así, la piedad se aleja
—la que les tengo y me tiene
Dios—,


o el hombre que sostiene
mi cuerpo que, erguido, ceja
y vuelve a caer, me deja
hecho un caracol, un signo
de lo reencarnado, el digno


infeliz que llora y carga
lo que es su cruz y su adarga;
lo que me confirma indigno.

¿De qué?
de piedad maldita
que reaparece y no quiero:
no es el latido que espero,
no su dolor que me incita
a salvar lo que me irrita
aunque sea oblicua su rama
pues amo a quien mi odio ama
y en la muerte y su dolor
—o su cambio de color—
la piedad se me hace llama.

Y entonces soy otro y yo
mismo, y lo que siento es
de hombre y molusco o tal vez
de sentencia que cayó
pero que no destruyó
sino que me hizo indagar
la razón para aquí estar
aunque precise de ayuda:

la caridad y su duda:
lo que no puedo explicar.


¿Muerte?
¿Vida?
¿Este planeta?
¿Y su causa?
¿O el manido
dolor que me ha sostenido,
que me ha hecho tener discreta
felicidad, ya sin meta?
¿Vegetal?
¿Roca insensible?
¿Qué debo ser?
¿Un risible
ente gobernado?
¿Un ciego?
¿Sordo?
¿Mudo?
¿Sabio ego?
¿Lancha varada en la playa
de Dios?
¿Debo ser la malla
tramada y deshecha luego?

Mas, cuando el hierro, por fin,
acaba, recibo el peso
de mi deseo y soy preso
del dolor que siento sin
lo que tanto he amado:
al fin
no soy más que Su presea,
Su adorno mientras pasea,
Su blasón mejor colgado,
quien debe tener cuidado
con las cosas que desea.



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