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Rinkeby a contraluz - Poemas de HÉCTOR ROSALES

Rinkeby a contraluz

Allá, hacia las primeras horas escandinavas (Copenhague
aérea, su balsámica planicie verdeando saludos
de recibimiento, el apacible silencio esparcido
en ocres, vidrios encortinados, casas de almagre,
de cuentos y de almíbar, el viento murmurando
hasta el puerto, hasta el ferry, hasta Malmö),
después del primer cartel Sverige, cuando abrazos,
presentaciones y noticias formaron lumbre y sino:
los amigos del semanario Liberación y de La Revista
del SUR (Gracias Federico, Melita, Teto, Pepe, Gracias
Todos) agregaron revelaciones, latinas acequias, prismas,
llaves, vivienda en Estocolmo. Al día siguiente:
tren, aquella ruta.
Un sol desdentado está danzando ante los rótulos
que rinden culto al Norrmalm, moderno centro
capitalino; sol que dora sienes en curso
hacia las bondades de cristalerías, utensilios,
tecnología, figuras de artesano cuño, expuestas
al trance ansioso del monetario poder.

Adelantado en la mañana, en concurrido andén
Juan Cameron aguarda (la poesía también
es una espera, compañero) para indicarnos la base
de la estancia: Rinkeby.
Vamos a un cinturón ceñido en las afueras, sector oeste
y arriba, según mapa que reviso en pleno metro (Centralen
colmada de piernas atravesando su activo vientre).
El metálico ciempiés trabaja hondo en estos túneles
donde meditan las raíces, tiene el corazón confundido
por esas caras de oliva y medialuna ("El expreso
de Oriente", comentan que le llaman a la línea,
hasta la parada de ojos carbonados y escaleras, reino
de pasaportes, peldaños y peldaños, Alcorán).
Allá quedamos. Un viernes fronterizo adecuaba rincones
para mercadillos, doctoradas hierbas, frutas
portadoras de melodías natales.
Rinkeby sin el frío aún, con franjas de césped
uniformes (voladoras alfombras en reposo), edificios
de cuatro a cinco plantas reverentes de la luz que
tibiamente les toca, les arrulla mesurada, muy nórdica.
Desde algunas plazoletas que custodian juegos
de madera, desde una guardería cercada en blanco
collar y prado interminable, por algún sendero
lateral, solitario, exploro emigraciones, el otro mundo
tercero, aspirante a un paraíso alquilado.
A menudo he visto mirlos revoloteando en derredor,
posándose detrás de sus sombras. Traen sonidos
que aprendieron en grietas ocultas del bosque,
los repiten una y otra vez, lo harán mañana, pasado.
Allá, detrás de los árboles de Rinkeby, viviría,
estaba viviendo (lo sabían, de hecho, las aves)
la cortada lengua, el abecedario enfermo por un clima
helado, el recuerdo que sólo tomó de su veneno,
ese desvaído temblor forastero,
mal enterrado. Y cuestionando.



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