Zona de desastre la madurez, hermanos, se diferencia a una velocidad distinta.
distinta al deseo que nos trae en cerco al refrigerador vacío
toda la noche
como moscas que alteran por la pulpa de un cuerpo.
el cuerpo herido: vivo
o mejor pasado antes a la memoria.
no he dormido ni un solo asesinato entre insondables
viajes que me aíslan por haber protestado el mediano equilibrio.
me transformo, me vendo por explanadas de provincia.
completaría el grito de quien se quedase a conversar afuera
del templo
con todos los insectos de su palabra muerta:
sólo por media libra más de carne oculta.
anotaba un mapa donde crecía un puente roto, serpiente bajo
piedra,
y hasta allí no sabía volar-acostumbrarme-encanecer sin un grito
el grito
sin levantar la jarra de agua helada y darle señas al cuerpo
que —cómo, por qué— estoy en este lado de mi país
también
ácimo y táctil cambiándome por fósforos o boinas de cuando
se veía el muro.
pero ningún barco va a pasar hambre en mi ventana de Ciego
de Ávila.
no va a pasar el hambre. los ministros no van a afelpar
sus lomos en la espina de mi desesperación, en esta y —sin
(puntico—
que es mi claraboya bajo el amanecer de occidente.
garrapateo-raspo-vivo de pie en provincia,
tierra inundada,
para ver acercarse los ojos de mis ahorcados y tenerles listo el
discurso
antes de que duela, hermanos míos, antes de que el habla
subterránea
penetre sus devociones y tengan qué deber, de qué gobierno
defenderse
ante el refrigerador
toda la noche
detrás encima dentro del vacío
individual, sin nombre
manivela de incienso que giraba al revés
qué palabra tan dura, qué muerte líquida y peinada hasta el hueso
para dejar continúe creciendo como un golpe de luz.
hay quien prueba que trabajo siempre, y sudo,
y parece pudiesen quitarme así
la gota de verdad
fabricada,
por artificial.
aunque de cerca sólo aleteo debajo de la bombilla
—tú yo tan gordo en zancos
y de espaldas al mar—,
solo no duermo.
abro y tiro
la puerta
con la ilusión de ver mi cabeza pasar
por el fondo de la jarra de agua caliente.