Una botella rota Una botella
rota
en la cuneta,
¿quién la bebió?,
¿quién
la rompió?
Una botella
rota,
con su etiqueta
y su barro.
Su pico
apunta
al cielo,
y si te acercas,
a tu frente,
como un dedo
vacío,
sin uña,
sólo borde.
Una botella
rota,
más allá de todo
olvido,
en la media cuadra
del suburbio.
Ese hombre inclinado con su palo
en medio del basural,
donde las bolsas de nailon
y los olores gruesos,
en marejada,
cubren el paisaje,
no busca la felicidad,
en cualquiera de sus versiones,
o acaso sí
creyó ver un atajo
allá, en los límites
del horizonte,
entre bolsa y bolsa,
o recuerdo y recuerdo;
una felicidad fugaz,
con un palo,
o posible o creíble,
mientras el sol lo alumbra. Dios por acá
anda borracho,
no puede tolerar
tanta bolsa sucia
al viento.
Con caña encima, barba,
pantalón colgando
de su diosidad
raída.
No puede tolerar
verse
en el fondo
de los ojos
de las gentes
que bajan del tren
con bultos
y changos torcidos
del mercado.
Anda suelto por acá,
pirado
de tristeza elemental,
platónica.
El universo
es infinito,
el tiempo eterno,
parece decir Dios
queriendo
convencerse
en vano,
entre las bocas
baldías
y las miradas
de tormenta. El amor por aquí
crece sudado,
pura sangre,
en cualquier parte.
Su naturaleza
está fundida
a la tierra vaciada
y rellenada,
a su saliva
turbia.
Lejos, de otro mundo,
la ciudad
es su cruz de fierro,
su cerrojo
más triste
y su espejo
imposible.
Hierve sola, desierta,
la espesura
de este amor
que va por agua.
Amor a medio vestir,
que alumbra cardos
en el sucio terraplén
y en el baldío
poceado,
frente a la carnicería. Un corte en
la cara,
el revés,
un corte ciego
en la hora,
un corte
seco, sin dos,
un corte
que crece
hacia fuera,
hacia abajo,
un corte
como raíz,
sin grito,
sin garganta.