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En la ansiedad de mi ojo, una sÚbita cesaciÓn del tiempo - Poemas de CARLOTA CAULFIELD

En la ansiedad de mi ojo, una sÚbita cesaciÓn del tiempo

Galileo Galilei, con su telescopio del siglo XVII
se pone a mirar la noche. Todo cambia.
Luz. Ojo humano destellante.
Instrumentos ópticos infinitos.
En 1789, William Herschel
se recrea con un telescopio
de cuarenta pies frente a Urano.
John, hijo de Willi (así lo llaman sus amigos),
juega en negativo y positivo
con fotografías curiosas.
Algún tiempo después, Ansel Adams
imagina paisajes sin memoria.
           
Antes de que Marcel Duchamp
creara su Etant donnés  en 1943,
un metereólogo principiante,
un tal Luke Howard,
se dedica en el siglo XVIII
a mirar el cielo por los ojos de las cerraduras.
           
-Veo nubes altas e inmensas que se acumulan
y crean castillos mutables.
-Veo finas colas de yeguas.
-Veo pequeñas gotas de agua,
y en el frío de la altura, cristales de hielo, dice.
           
Trampa visual en una puerta de Cadaqués.
El telescopio existe para dar forma al ojo,
y hay un rayo de luz que acecha tras la puerta.
Lo hermético es el vas bene clausum
para el mirón-voyeur que camina
por un largo pasillo y es puro ojo
y lentas manos para abrir la escena.
Cae el agua y el gas ilumina.
Mise à nu: aguzo el ojo tras una puerta mugrosa
y es una tarde de 1994. Hace calor en Filadelfia
y veo uno de tus ojos: "Ich hörte sagen" (oí decir)
la profecía de las cinco codornices que me soplas dentro del alma.
           
Para contar mis visiones
de esta noche comencemos
nombrando a Comenius.
Se trata aquí de un peregrino,
también conocido como vagabundo,
caminador y el que pasa.
Se trata aquí de calles y aprendizajes prácticos
en cualquier ciudad del mundo.
           
           
Se trata aquí de un escritor del siglo XVII
que se encuentra con algunos astrónomos y astrólogos
en su recorrido por el laberinto del corazón.
Se trata aquí de hombres que conjuran horóscopos
e inventan profecías al observar los cuerpos celestes.
Se trata aquí del señor Ubiquitous
que me guía hasta una terraza.
Se trata aquí de varios astrólogos
lanzando escaleras al cielo,
cazando estrellas y gritando
que el firmamento esta noche
carece de equilibrio, sí,
anomalitas coeli. 
Esta noche las estrellas no bailan
a la música de los observadores,
dice el peregrino. Allí está el cometa.
           
-En mis memorias de infancia
hay estrellas fugaces,
dragones alados y fuegos extraños
en el firmamento, te digo.
           
Hay ciudades que siembran un poco de locura
en el cerebro de sus habitantes, y todo lo que no ha sido posible
en otros lugares, por extrañas fuerzas ocultas encuentra en ellas terreno propicio.
           
Hay ciudades que tienen cielos como linternas mágicas.
La Habana, Dublín, Barcelona, Palma de Mallorca, Zürich, Las Cruces,
New Orleans y Praga perforan las pupilas y están habitadas por demonios
siniestros que persiguen a los solitarios.
           
Rodolfo II se rodea en Praga
de metereólogos y separadores de nubes,
si alguien sabe de quienes se trata.
Voyeurs que como perros cazadores
van detrás de lo que traerá el futuro.
Por eso, Tycho Brahe,
astrólogo de muchos ardides,
puede sobrevivir
con su nariz de hierro y tocar
los techos de las casas enanas
de los alquimistas.
           
Obligas a tus hombres de pelo largo
(los del Callejón de Oro)
a esperar por mi señal
para las transmutaciones.
Meto el hombro y salgo tatuada.
Destruta, ruinata et devastata
mi espalda da fiero calor,
a quien mucho le plazca,
le dolerá la cabeza.
           
           
           
Cicatriz cuya leña no da el artífice al fuego.
La madreselva es flexible,
y no hay que quemar el esbelto avellano.
Y la que da más fiero calor es la encina,
asegura un anónimo irlandés del siglo XIII.
Y la piel me arde bajo una aguja que crea pura fibra.
Me desintegro en 8' 46'', tiempo justo
para que escuches el "Zigeunerweisen" de Sarasate,
interpretado por la orquesta sinfónica de Pittsburgh,
bajo la dirección de André Previn
y con el violín de Itzhak Perlman.
-Necesito pequeñas gotas de agua,
o en el frío de la altura, cristales de hielo, digo.
           
Después hablamos con los handrlata, 
hombres itinerantes, recogedores de trastos,
de las calles de Praga con sus sacos enormes
sobre los hombros. Maestros en trapos
y en voces chillonas:
"Handrle-handrlevu?", "¿Tiene algo para vender?"
Los viejos de piel arrugada y transparente
como paja se pasean
por la calle Telegraph de Berkeley.
Los seguimos.
           
El tiempo de la memoria implora sin aliento
que lo salven del envejecimiento,
de ese abismo pegajoso,
que le devuelvan su juventud.
Me miro al espejo y con mano cuarteada
toco el mapa de mis arrugas.
En los últimos cuatro años he envejecido,
me murmuras, mientras de tu boca
sale el alfabeto de mi noche.
Miro por el ojo de una cerradura
y veo cómo tus manos miden
con guita, bramante y compás mi cuerpo.
           
Lo único que no me gusta de ti es tu pelo.
Las manecillas de nuestro reloj
se mueven hacia atrás.
Un verso de Apollinaire
y otro de Cendrars
son la fórmula para la inmortalidad
de mi cuello.
           
¿Quién me iba a decir que dormiría por nueve días
en la misma habitación de Kafka en el Graben Hotel de Viena?
           
Ivan Klima me mira con sus ojillos de cuervo.
Un cielo azul muy claro puede resultar aburrido.
           
           
Quiero un cielo con nubes que se confundan,
con locos que rían y oscuridades de tormenta, dices.
Me desvisto con lentitud asombrosa.
Tras los pasos de mi maestro voy sacando
una a una mis pinturas enrolladas. Te las enseño.
Disfrutamos un rato. Las recojo. Te las vuelvo a enseñar.
Disfrutamos un rato. Hablamos. Toco el número de tu tatuaje.
-Intentaron envenenarme.
Destila el aurum potabile.
Pruébala.
Tengo miedo.
Me corta la garganta, dices en sueños.
           
Quisieras ser como la Elena Marty de Capek
con trescientos años de vida
sin una sola arruga y varias identidades.
¿Acaso no has sido varios yo-tú-ese otro,
escondido, perseguido y torturado?
           
           
Eres lo suficientemente bello
como para dejar a cualquiera sin aliento.
Soy también una de tus Elsas.
Pero recuerda Amado mío
que nadie puede desear por 300 años.
Nadie puede tener ilusiones, crear,
observar con ojo eficaz por 300 años.
Es imposible. Uno se cansa de todo.
Me canso.
Y de pronto te das cuenta de que nada existe.
Nada. Ni siquiera la culpa.
Ni siquiera el dolor.
Ni siquiera tú mismo.
Absolutamente nada.
           
-Sí, tiene buen sabor esta agua mansa,
pero guárdate de ella, dice Comenius.
No hay paraísos del corazón.
Sólo laberintos.
La quintaesencia del universo
se deriva del ojo ameno que mira.
           
Astrónomos, astrólogos y destiladores
inventan la rajadura del cristal
(agua que no moja las manos).
           
-Un cuerpo yace sobre la yerba como un animal muerto, me dices.
Cuerpo reflejado en la retina que se desnuda a fuerza de luz secreta.
Estado de desnudez. Descendemos al fondo de la luz (y es el agua).
                                              De Quincunce



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