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Carta 1 - Poemas de Alejandro González Bermúdez

Carta 1

Mientras escucho al Bola dejar su gemido ronco con los de-
dos sobre el ébano del piano, he vuelto a escribir, bajo otras
circunstancias: «Sinceramente, tengo miedo». Puede parecerle
risible. Puede, incluso, parecerle irónico. Yo respeto su
opinión, Así de sencillo. Quién sabe si los estertores de un
año o el advenimiento de lo imprevisible. Hay épocas del año
en que los muertos y los frutos se vuelven entrañables. Esto
lo dije antes, pero insisto en su clara comunión, en su igual
condición de imprevisibles, no sólo en esta noche de invierno,
en esta hora de diciembre, sino en todas las noches de los
días, en todas las horas de la permanente sacudida del
tiempo. Le estoy hablando del miedo posible, del más común,
el de al insecto pequeño, por ejemplo, el de a la página
blanca que espera, el de al ojo atómico que desde no sé dónde
nos apunta y secretea. Aquí mismo siento corrientes de insospechados
peligros. ¿Será que nuestra especie sus últimas
cartas de amor escribe? ¿Será que el mundo ya no soporta
este alarido que se transmuta en mí como un eco para el
que fui presumiblemente escogido? ¿Negará usted que siente
miedo? ¿Se atreverá a no agitar sus manos, enrojecidas
luego del aplauso, para espantar tanta ciega obsesión, tanta
fe no apuntalada? Mire por la intriga del que pregunta a su lado
y mire por su propia quemadura, defienda su piel sin destino,
sin paz y sin descanso. Ésta es sólo la salvación posible. De
todas partes vienen a ofrecerme algún espejo, y me advierten:
«Tu felicidad está aquí, y la felicidad de tu mujer y de tus
hijos. Salta de ese trampolín que ya no hay miedo, salta con
tu signo los mares, las nostalgias, abarrota tus bolsillos en el
reino de las migajas». Pero el miedo está porque de todas
partes llegan aún noticias de la muerte, y no es a la muerte
precisamente el miedo, sino a la pérfida ruptura sin aviso, al
temblor, al sobresalto, al desquicio. Quién duda que desde la
muerte se dialoga, se pacta, se ennoblece. En esta fiesta de la
sagrada familia ¿han olvidado en qué sustancia sutil se vuelve
el miedo si se ve de pronto acorralado? Sea feliz y lleve su
miedo con orgullo. Muéstrelo, evítelo del polvo y la ceniza
para que embista puro la segura conversión. Hágale ver el
comienzo y el final de un siglo como mismo ha de hacerle
transparente el sueño. No tenga miedo alimentar su miedo,
hágalo con el pecho y con las manos limpias, déjelo ser de
aquella sustancia imprecisa que se adueña de los jóvenes
amantes, los inocentes. Sea su sombra, su joya y su pobreza,
su ímpetu mejor y su consuelo, pero hasta el punto útil, hasta
el justo punto en que el valor se lo permita.
Pero entonces la cárcel dispuso que las lenguas
urdieran su ejercicio secreto en la mazmorra.
La sangre de mi lengua, vendaval de su estirpe,
sublevada en la asfixia, como una bestia, hirvió.
Y bajaron guardianes hasta el fondo del túnel
a sofocar la euforia de inasibles venganzas.
Fosfóricas palabras señorearon vivísimas
que al instante los goznes, los clavos, cerraduras,
apenas soportaban la fuerza, el argumento
para hender con su filo la voz en las paredes.
Vistas así las lenguas hubo que dictar ley,
llamamientos al orden, respeto al veredicto.
Y la ciudad fue selva condenada al mutismo
en manos de chacales, obtusos regidores
de la gesta en contienda, gozosos en el caos.
Mas impedir el canto, la elocuencia del verbo,
el temblor de la imagen fecunda y transparente
sucumbe ante el latido recóndito del alma
y no hay jaula crucial ni luz que le enceguezca.
Las palabras se aunaron en profusos idiomas
y surcaron los cielos a la par de los mares
y la tierra estribó la soberbia triunfante
que en la cena del Mal murmuraron reveses.
Por eso es que las lenguas presumen de su reino,
la segura coraza del trono: la denuncia;
el poder infinito que ante todos esplenden.



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